No existe la objetividad. Cada uno ve lo que puede desde su
ángulo de visión y con base en sus conocimientos. No se puede ver lo que no se
sabe. Es decir, se ve lo que se ve, pero no necesariamente lo que es. Y es lo
que cada uno quiere que sea, salvo para aquellos que saben qué es y para qué
sirve.
¡Uf! ¡Qué complicado! Veamos.
Un cenicero de vidrio (no sé porqué de vidrio, pero es lo
que me vino a la mente), es un cenicero en la casa de fumadores y, muy
habitualmente, un junta monedas en las casas donde nadie fuma. Para una criatura
habituada a ese entorno, “eso” es un junta monedas. Y cuando deba referirse a “eso”
lo llamará así. Y los demás imaginarán lo que para ellos es un junta monedas,
lo que no se vinculará, necesariamente, con la misma cosa.
Junto a las diversas denominaciones de las cosas, está el
vínculo referencial que establecemos con ellas. Acá, le decimos encendedor; en
España, es mechero. La cosa es la misma, pero su identificación, a partir de su
denominación, difiere en unos y otros. Es decir, la carga cultural nos
permitirá identificar, o no, la misma cosa. (¡Cosa, cosa, cosa…! ¿No estás muy
reiterativo con la cosa? Lo que pasa es que la cosa es la cosa, no más)
Esto que parece complicado, es muy simple y, a la vez, uno
de los más grandes problemas en las relaciones humanas.
No todos vemos lo mismo y, ciegos por ignorancia, al no ver
lo que el otro ve, pretendemos imponer nuestro punto de vista. Nos arrogamos el
derecho de creer que los únicos que vemos lo que es somos nosotros.
¿Entonces mienten los que defienden la objetividad? Y… Sí y
no. Algunos, sabiendo que no es posible la objetividad, por conveniencia la
defienden y, entonces, mienten. Otros, creyendo firmemente que la objetividad
existe, la defienden con honestidad y, entonces, no mienten.
Pero ese es otro tema. Esa es la verdad. ¿Existe?
La dejo para otro día.
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