El 1 de enero de 2027 se impuso el uso del chip de
identificación en todas las personas del mundo. Sí, en las personas humanas.
Claro.
Ya mucho antes del 2000 se
había hablado del tema y, pese a que muchos decían que esas eran cosas de
Asimov o de Bradbury, algunos empezamos a preocuparnos. Más nos preocupamos
cuando en el 2010 empezaron el uso sistemático en los perros y demás mascotas.
— Ahora se acabó el problema
de los cachorros que se escapan y uno no sabe por donde buscarlos — decían las
señoras gordas contentas de que sus caniches o sus chihuahuas o sus qué sé yo
qué perros caros, chicos, ladradores, falderos y estúpidos tuvieran implantados
en el cuero un chip que permitía su rastreo inmediato a través de la computadora
con uno de los tantos programas “searchermongo” o “findernoséqué” que se
vendían como pan caliente en cualquier casa de informática a la vuelta de la
esquina.
Si bien por nacimiento
pertenezco a la vetusta generación de los que nacieron a mediados del siglo
pasado, por decisión me he integrado a los grupos de las postrimerías, es
decir, a los que pertenecen a la generación del Pentium, al ya arcaico Windows
y los últimos discos rígidos con memoria limitada —¡y entonces 10 gigabytes era
una barbaridad! — Siempre usé de la tecnología tratando de que ésta me usase lo
menos posible. Cuando poco después del 2000 empezaron a proliferar los cyber
body building llevando al extremo la filosofía (¿?) del físico culturismo, la
onda ligth y esa estúpida costumbre de reunirse exclusivamente para meterse, y
matarse de agotamiento, dentro de una máquina “armacuerposlindos” empezamos a
ser rechazados los que manteníamos con orgullo una digna panza de señor
cincuentón honorable. Yo me acordaba del “Diario de la guerra del cerdo”, de
Bioy Casáres, un viejo libro de la época de los libros en papel, y le decía a
mis amigos:
— En cualquier momento les va a molestar que ocupemos
espacio y buscarán la vuelta para mandarnos a cuarteles de invierno.
No fue necesario. Cuando en
el 2006, por encontrar la vacuna contra el VIH metieron la pata y liberaron el
gas de inmunodeficiencia absoluta, los primeros que cagaron la fruta fueron los
que tenían más de sesenta. Y los bebés durante diez años. Así que los viejos
que quedamos teníamos poco más de cincuenta, todavía conservábamos algunas
defensas y no jodíamos demasiado. Pese a las lagrimas de cocodrilo y los tantos
discursos hipócritas de lamentación, la sociedad se sintió aliviada: no había
viejos que mantener ni niños que cuidar. Diez años de culto absoluto al físico
perfecto y a una economía destinada a los elegidos. La selección natural de las
especies cumplía una vez más su cometido de dejar a los más aptos. ¡Otra que
Hitler! Así fue que, dentro de las tantas pavadas a las que se dedicaron los
científicos, volvieron a joder con el asunto del chip de identificación. Basta
de documentos de identidad, número de registro, carnet de asociado al club,
número de jubilación o cosa parecida. ¡El chip de identificación le soluciona
la vida! ¿Son las nueve de la noche y su marido aún no llegó a casa?
¡Pregúntele a la computadora y sepa dónde está! ¿Su empleado tarda mucho en
hacer un trámite? ¡Consulte en la computadora de recursos humanos y lo ubicará
inmediatamente!
Y la estúpida sociedad estaba
de lo más contenta. ¿La privacidad? ¿Para qué quiere privacidad una sociedad
perfectamente globalizada en la que el interés común es su único objetivo?
Ese 1 de enero de 2027 en el
que el mundo de la gente joven, de cuerpo esbelto y músculos marcados celebraba
el más absurdo de los pasos dados por la humanidad en el abismo de la
estupidez, descorché una de las viejas botellas de vino que aún conservaba
entre mis viejos libros de papel y me emborraché brindando por los recuerdos.
Allá por '99 había conversado
con una amiga señalándole que en cualquier momento se impondría el uso de un
documento universal. Ya estaba el pasaporte de la Comunidad Europea y se
hablaba de la posibilidad de hacer lo mismo con los países de América alineados
en los distintos grupos o mercados, como se los denominaba.
—¡Qué divino! ¿Te imaginás?
¡Ciudadanos del mundo! ¡Qué fashion!—concluyó, utilizando una palabra que
aborrecía tanto como tanto se usaba en el mundo cholulo. Y mi amiga era muy
cholula, pero uno hace algunas concesiones con la gente que le hace creer que
es el mejor amante del universo y alrededores.
—
¿No se te ocurre ningún comentario un poco más
inteligente?
—
¿Por qué? ¿No te parece divino que no tengamos que
andar sacando pasaportes, ni visas, ni nada por el estilo? Pensá en la pobre
gente que tiene que ir de un país a otro por negocios o por placer y que a cada
rato se tiene que comer colas inmensas, trámites horribles, pérdidas de tiempo
por un simple papel.
—
Claro, pero eso también significa que todos tus
datos van a estar a disposición de los grandes centros de poder quienes, valga
la redundancia, van a poder seguir cada paso que des en cualquier lado al que
vayas.
—
¿Y? ¿Eso es malo?
—
¿No te podés bajar un rato de tu nube de pedos?
—
¡Ay! ¡Qué grosero!
—
Bueno, vamos a ver si me explico: ahora van a
comenzar con el documento único universal, vamos a entrar todos en un listado
inmenso y pasaremos a ser una letra o un par de letras y algunos números. Para
simplificar la cosa y no tener que andar decodificando nombres que al final
están al pedo, ya que lo que les importará será solamente el código bajo el
cual estaremos registrado, iremos perdiendo la posibilidad de conservar
nuestros imperfectos nombres y caducos apellidos que han perdido su razón de
ser. En su reemplazo, y volviendo a lo que era en un principio "nunc et
semper", tendremos un prefijo que identificará al país, región o como
sea que termine llamándose, unas letras que significarán algo y unos números
que nos darán un orden dentro del gran orden que pretenden establecer. Dejando
jugar a la imaginación, supongo que en unos pocos años más, los niños se
saludarán diciendo "Hola PARSA 36 millones" por poner el caso de uno
nacido en Paraguay, Sud América y que lleva tal número de orden.
—
¡Vos sos un exagerado!
—
Ojalá. Pero aún así soy tímido. La cosa va a ir
mucho más lejos. En cualquier momento nos van a poner un chip identificador
para poder rastrearnos donde estemos.
—
Y está bien, eso significa que podremos saber dónde
están nuestros hijos.
—
Claro, eso significa que en este momento tu marido
sabría dónde estás.
—
Sos un hijo de puta.
—
¿Yo? Hijos de puta serán los del chip ¿no te parece?
Fue una pregunta retórica,
ya que como única respuesta escuché el portazo que dio al salir.
La cuestión es que hace ya
tres años que, para no perder la costumbre adoptada en la era de la normalidad,
soy un indocumentado universal.
Condenado a vivir sin
pensión, haciendo trabajos para amigos solidarios, sin poder salir ni entrar
sino a hurtadillas y escribiendo estas historias por si algún día a alguien se
le ocurre reestablecer la enseñanza de la lectoescritura.
Por las dudas de que esto
ocurra, quiero dejar un mensaje a la humanidad:
"¡Que se metan el chip
en el fondo del culo!"
He dicho.
Oscar Boubée, Las Vegas, 1997
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