miércoles, 10 de abril de 2013

LOS ABUELITOS DE MÁS DE 60 AÑOS.


Cuando escuché al conductor de un programa matinal referirse así a los adultos mayores, me pareció una impertinencia. Me sigue pareciendo. ¿O estaré equivocado? Es probable que uno vea a los abuelitos cada vez mayores, porque uno se va acercando cada vez más a ellos, pero… Para reflexionar juntos, hoy republico (¿será corrector decir así? Bueno, un neologismo más.) una nota que levanté en FB hace dos años. Casi dos años.
CUMPLÍ 60.
Ya entré en la etapa de los sexagenarios. Llegué a la sexta década.
A mi primera década la recuerdo, imagino, sueño, con olor a piso de parquet, cera, libros, misa, domingos festivos y cumpleaños condenados a la ausencia. Los agostos de mi infancia eran fríos, lluviosos, pegajosos… Recuerdo la llovizna pertinaz o la lluvia baldazos y el termómetro marcando 4, 5, 6 grados bajo cero. Cumpleaños con olor a chocolate, torta casera y sillas vacías.
Mi segunda década, encerró más que 20 años. A mitad de camino, me hizo crecer de golpe con la muerte de mi padre a los 15, la de mi hermana a los 17, la de mis sueños y amores adolescentes a los 19. Fue una época difícil de la que escapé montado en los libros y volando en la música. Leer, escribir, componer canciones… Caminos de escape de una realidad que no era tan linda que digamos. Y los refugios transitorios de alguna droga permitida o no, pero compartida entre amigos como los sueños hippies y el pelo largo.
A  mi tercera década llegué recibido de padre, marido, triunfador, mal padre, varios divorcios y múltiples fracasos financieros. ¡Una década repleta de experiencias! Incluso, algún que otro aprendizaje.
En la cuarta, ya estaba en Paraguay. Llevaba como seis años en la tierra guaraní. Es tan difícil definir los éxitos y los fracasos que al final no sé si tuve más de unos o los otros. Conocí amigos que después no los fueron. Me pasaron la mano y cuando quise aferrarla, me la sacaron. Y cuando creía que me caía, aparecieron quienes me amortiguaron como si nada, como si nos conociésemos de toda la vida. En la memoria de los olvidos y en la excesiva caballerosidad amnésica, quedarán por siempre nombres de amores eternos, con la perdurabilidad de las eternidades fugaces.
La quinta década la comencé sufriendo uno de los más grandes dolores posibles de vivir. Quizás, el mayor de todos. La muerte de un hijo en los brazos y la impotencia terrible de no saber qué hacer. No se sale fácil. Mucho menos, indemne. Se va destruyendo todo poco a poco y lo que se construye es como si fuesen castillos de arena, casitas de naipes… Se resquebrajan los cimientos y se hace difícil proyectar.  Así empalidecí en mi profesión, me alejé de los vernisages y las farras, busqué refugios que me dejaron más a la intemperie, busqué raíces ancestrales y, como un exiliado de mi mismo, me hallé recorriendo los caminos del Quijote y recomponiéndome en baretos y chiriguitos madrileños o catalanes, bistrós franceses… Luego caminé por la vereda de las estrellas en Los Ángeles, aprendí a tirar dados en Las Vegas, me subí a ver cómo era el mundo desde Hollywood… y volví a la Asunción que me esperaba. Y reviví. Me alimenté de la juventud de mis alumnos y me enamoré tan perdidamente que aún sigo medio como sin encontrarme. O encontrado, en la convivencia de una década con quien volvió a alimentarme las ganas de soñar.
Y así llegué a esta sexta década en este asunto de vivir. Con la propina de haber llegado a los remotos mares del Atlántico Sur, recorriendo la remota Australia. Remota en distancia y sueños de infancia. E hice nuevos amigos, conocí más gente, volví al encuentro de los que me acompañan gracias a la magia de la radio y, pese a algún que otro desengaño, seguí creciendo en vida. Me reencontré, luego de casi medio siglo, con un amigo de la infancia y, con él, reencontré el olor a madera de mi casa, el parquet, el olor a cera, los libros, mi padre escuchando música clásica… y los remotos agostos lluviosos y fríos de aquella primera década lejana.
Como dijera el gran Neruda, “Confieso que he vivido”.

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