Cuando escuché al conductor de un programa
matinal referirse así a los adultos mayores, me pareció una impertinencia. Me
sigue pareciendo. ¿O estaré equivocado? Es probable que uno vea a los abuelitos
cada vez mayores, porque uno se va acercando cada vez más a ellos, pero… Para
reflexionar juntos, hoy republico (¿será corrector decir así? Bueno, un
neologismo más.) una nota que levanté en FB hace dos años. Casi dos años.
CUMPLÍ 60.
Ya entré en la etapa de los sexagenarios.
Llegué a la sexta década.
A mi primera década la recuerdo, imagino,
sueño, con olor a piso de parquet, cera, libros, misa, domingos festivos y
cumpleaños condenados a la ausencia. Los agostos de mi infancia eran fríos,
lluviosos, pegajosos… Recuerdo la llovizna pertinaz o la lluvia baldazos y el
termómetro marcando 4, 5, 6 grados bajo cero. Cumpleaños con olor a chocolate,
torta casera y sillas vacías.
Mi segunda década, encerró más que 20 años. A
mitad de camino, me hizo crecer de golpe con la muerte de mi padre a los 15, la
de mi hermana a los 17, la de mis sueños y amores adolescentes a los 19. Fue
una época difícil de la que escapé montado en los libros y volando en la
música. Leer, escribir, componer canciones… Caminos de escape de una realidad
que no era tan linda que digamos. Y los refugios transitorios de alguna droga
permitida o no, pero compartida entre amigos como los sueños hippies y el pelo
largo.
A mi
tercera década llegué recibido de padre, marido, triunfador, mal padre, varios
divorcios y múltiples fracasos financieros. ¡Una década repleta de
experiencias! Incluso, algún que otro aprendizaje.
En la cuarta, ya estaba en Paraguay. Llevaba
como seis años en la tierra guaraní. Es tan difícil definir los éxitos y los
fracasos que al final no sé si tuve más de unos o los otros. Conocí amigos que
después no los fueron. Me pasaron la mano y cuando quise aferrarla, me la
sacaron. Y cuando creía que me caía, aparecieron quienes me amortiguaron como
si nada, como si nos conociésemos de toda la vida. En la memoria de los olvidos
y en la excesiva caballerosidad amnésica, quedarán por siempre nombres de
amores eternos, con la perdurabilidad de las eternidades fugaces.
La quinta década la comencé sufriendo uno de
los más grandes dolores posibles de vivir. Quizás, el mayor de todos. La muerte
de un hijo en los brazos y la impotencia terrible de no saber qué hacer. No se
sale fácil. Mucho menos, indemne. Se va destruyendo todo poco a poco y lo que
se construye es como si fuesen castillos de arena, casitas de naipes… Se
resquebrajan los cimientos y se hace difícil proyectar. Así empalidecí en mi profesión, me alejé de
los vernisages y las farras, busqué refugios que me dejaron más a la
intemperie, busqué raíces ancestrales y, como un exiliado de mi mismo, me hallé
recorriendo los caminos del Quijote y recomponiéndome en baretos y chiriguitos
madrileños o catalanes, bistrós franceses… Luego caminé por la vereda de las
estrellas en Los Ángeles, aprendí a tirar dados en Las Vegas, me subí a ver cómo
era el mundo desde Hollywood… y volví a la Asunción que me esperaba. Y reviví.
Me alimenté de la juventud de mis alumnos y me enamoré tan perdidamente que aún
sigo medio como sin encontrarme. O encontrado, en la convivencia de una década
con quien volvió a alimentarme las ganas de soñar.
Y así llegué a esta sexta década en este
asunto de vivir. Con la propina de haber llegado a los remotos mares del
Atlántico Sur, recorriendo la remota Australia. Remota en distancia y sueños de
infancia. E hice nuevos amigos, conocí más gente, volví al encuentro de los que
me acompañan gracias a la magia de la radio y, pese a algún que otro desengaño,
seguí creciendo en vida. Me reencontré, luego de casi medio siglo, con un amigo
de la infancia y, con él, reencontré el olor a madera de mi casa, el parquet,
el olor a cera, los libros, mi padre escuchando música clásica… y los remotos
agostos lluviosos y fríos de aquella primera década lejana.
Como dijera el gran Neruda, “Confieso que he
vivido”.
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