Dentro
de las tantas cosas que hice en mi vida para sobrevivir, y que no forman parte
de mi currículo por falta de calificación académica (pese a que son las que más
formación me brindaron) y porque es poco probable que le interese a alguien, he
sido lector contratado. Además de haberlo sido para una editorial, que me
pagaba para leer manuscritos y opinar (debo haber cometido más errores que
aciertos, porque no salió de mi lectura ningún premio de nada, pese a que el
negocio funcionó porque se editaron muchos libros), fui lector de un
estudiantes para cura.
El
estudiante en cuestión (ya había pasado por el seminario y le faltaban aprobar
unas cuantas materias que rendía mientras ejercía de diácono en la catedral de
mi ciudad pueblo) estaba casi ciego y, obviamente, necesitaba que le leyeran
los libros de texto. Como era amante de la literatura (incluso llegó a escribir
unas novelas más o menos interesantes), también me hacía leerle diversos libros
sobre temas variados.
La
referencia viene a cuento porque, en esos períodos que duraron unos tres o
cuatro años, leía, obligatoriamente, unas seis horas diarias. Luego, llegaba a
mi casa y, como no había televisión, para entretenerme, me ponía a leer.
Fuera
de estos lapsos, he sido siempre un lector de unas cuatro horas diarias, poco
más, poco menos, con algunas épocas de lectura maratónica, en las que leía más
de ocho horas por día.
Tomando
como promedio que la lectura de una página demanda un minuto y medio, que un
libro tiene un promedio de 250 páginas, y una media de cuatro horas diarias de
lectura, llegué a la conclusión de que debo haber leído más de 11.500 libros en
50 años de lectura.
Ahora
bien. ¿Qué he leído? De todo un poco.
¿Qué
rescaté de la lectura? Palabras, ideas, imágenes…
¿Me
sirvió de algo leer tanto? Sí, de algo.
¿Es
necesario leer tanto? No, ni cerca. Lo único que logré fue hacerme un lío bárbaro
en el que se me mezclan autores, títulos, contenidos, épocas… Y como en la
anárquica organización de mi biblioteca, cada vez que debo buscar un libro (o
una cita en mi mente) me pierdo en la confusión del caos. Claro que, al buscar
un libro en la confusión caótica, suelo encontrarme con aquel que no recuerdo
haber leído, y lo empiezo a leer una vez más. Y al buscar un recuerdo, me
pierdo en los intrincados laberintos de la memoria, en los límites de la
memoria y el olvido, en los habrá sido o me parece.
Dice
Umberto Eco en su libro “Nadie acabará con los libros” (Diálogos con
Jean-Claude Carrière. Edit. Lumen) “A los que vienen a mi casa por primera vez,
descubren mi biblioteca y no encuentran nada mejor que preguntarme ‘¿Los has
leído todos?’, tengo diferentes maneras de responder. Un amigo mío contestaba
‘Aún más, señor, aún más’. Por mi parte, tengo dos respuestas; la primera es:
‘No, estos libros son los que tengo que leer la semana que viene. Los que ya he
leído están en la universidad’. La segunda respuesta es: ‘No he leído ninguno
de estos libros. Sino ¿para qué los tendría?’. Obviamente, hay otras
respuestas, más polémicas, para humillar más al interlocutor y frustrarlo.”
Cité
a Eco, porque me resultó cómico encontrar cómo, salvando las distancias, los
que tenemos muchos libros en la biblioteca somos vistos como bichos raros,
sapos de otro pozo, sujetos de análisis de los lelos.
Es
habitual que la gente me pregunte cómo comenzar una biblioteca, cuáles deberían
ser los libros básicos. Hace años que respondo lo mismo: “El príncipe, de
Maquiavelo; Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam; Utopía, de Tomas Moro
y La Biblia.”
No
sé si estoy realmente convencido de que estos sean los libros fundamentales o
si lo hago por comodidad. ¡Es tan difícil elegir y sugerir! Cada vez que quiero
extender la lista, me agobio, me domina una suerte de saturación mental, se me
arraciman autores, títulos, vivencias…
Los
libros son para mí mucho más que papeles impresos.
Mi
primera biblioteca la heredé de mi padre y la fui ampliando con aquellos libros
de infancia y adolescencia, con muchos de la Editorial Tor, la Colección Robin
Hood, Salgari, D’Amici, Horacio Quiroga, Sarmiento… Me la quemaron en 1976
cuando, asustada por cómo llevaban, sin motivo y sin destino, a muchos amigos y
amigas con la simple excusa de que “tenían libros subversivos”, mi madre, sin
saber diferenciar a justos de pecadores, decidió quemar todos, reeditando lo de
Arnaud-Amaury y los albigenses[i].
Eran algo más de 3.700 libros.
Pocos
años después, aún durante la dictadura militar de la Argentina (1976-1983),
volví a armar una nueva biblioteca. Esta vez, más modesta y con título
“molestos” encubiertos (Compraba libros de cocina, de religión, de manualidades…
y usaba sus sobreportadas para disfrazar algunos títulos “sospechosos”). Un
romance frustrado y una mujer despechada y vengativa, hicieron que mis libros
fuesen “la semilla” de una librería de usados. Otra biblioteca perdida.
Una
nueva pareja con una bibliófila, me llevó a unir vidas y bibliotecas. Al
separarnos, fue muy difícil diferenciar “los míos, los tuyos y los nuestros”.
Había sido una relación larga, habíamos comprado muchos libros… otro adiós
doloroso. Aún recuerdo títulos que jamás podré reponer.
Hoy,
aunque para muchos sea una biblioteca importante, la que tengo es, para mí, una
biblioteca modesta. Quizás con algo más de 2.000 volúmenes. Ya ni los cuento.
Ni los ordeno. Como ya dijera, conviven en armónica anarquía invitándome al
juego de buscar azarosamente cada vez que necesito una referencia.
No
sé cuál será el futuro soporte de los libros. Probablemente, llegue a ser un
lujo tener libros en papel. Quizás se imponga el e-book o algún remedo de
archivo sempiterno, sujeto a la moda tecnológica y condenándonos a la
dependencia de algún artefacto para su lectura. ¡Pensar que el libro es una
máquina perfecta. No necesita más energía que nuestra mirada para encenderse y
nuestra imaginación para desarrollarse!
Sea
como fuere, siempre tendremos un libro de papel a mano, luchando denodadamente
por sobrevivir a cualquier futuro Farenheit 451[ii].
[i]
Béziers, ciudad considerada en el siglo XIII como hereje al estar habitada por
numerosos cátaros, fue asediada por el legado papal Arnaud-Amaury, Abad de
Cîteaux y cabeza de la orden cisterciense. Tras un breve sitio, los cruzados
pudieron tomar las murallas de la ciudad y acceder a su interior,
conquistándola. Según Cesáreo de Heisterbach, que escribió más de 50 años
después de los hechos, el jefe cruzado Arnaud-Amaury ordenó a sus soldados
masacrar a todos los cátaros; cuando los oficiales preguntaron cómo diferenciar
a los católicos de los herejes cátaros, el legado papal contestó:
"Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos" y toda la población
de la pequeña ciudad fue asesinada sin ningún tipo de distinción ni
consideración.
[ii] Fahrenheit
451 es el título de una novela distópica publicada en 1953, cuyo autor es Ray
Bradbury. El término "Fahrenheit 451" hace referencia a la
temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde (equivale a 233º
C). La historia fue llevada al cine en 1966 por François Truffaut.