sábado, 30 de marzo de 2013

LOS LIBROS Y YO

Dentro de las tantas cosas que hice en mi vida para sobrevivir, y que no forman parte de mi currículo por falta de calificación académica (pese a que son las que más formación me brindaron) y porque es poco probable que le interese a alguien, he sido lector contratado. Además de haberlo sido para una editorial, que me pagaba para leer manuscritos y opinar (debo haber cometido más errores que aciertos, porque no salió de mi lectura ningún premio de nada, pese a que el negocio funcionó porque se editaron muchos libros), fui lector de un estudiantes para cura.

El estudiante en cuestión (ya había pasado por el seminario y le faltaban aprobar unas cuantas materias que rendía mientras ejercía de diácono en la catedral de mi ciudad pueblo) estaba casi ciego y, obviamente, necesitaba que le leyeran los libros de texto. Como era amante de la literatura (incluso llegó a escribir unas novelas más o menos interesantes), también me hacía leerle diversos libros sobre temas variados.

La referencia viene a cuento porque, en esos períodos que duraron unos tres o cuatro años, leía, obligatoriamente, unas seis horas diarias. Luego, llegaba a mi casa y, como no había televisión, para entretenerme, me ponía a leer.
Fuera de estos lapsos, he sido siempre un lector de unas cuatro horas diarias, poco más, poco menos, con algunas épocas de lectura maratónica, en las que leía más de ocho horas por día.

Tomando como promedio que la lectura de una página demanda un minuto y medio, que un libro tiene un promedio de 250 páginas, y una media de cuatro horas diarias de lectura, llegué a la conclusión de que debo haber leído más de 11.500 libros en 50 años de lectura.

Ahora bien. ¿Qué he leído? De todo un poco.

¿Qué rescaté de la lectura? Palabras, ideas, imágenes…

¿Me sirvió de algo leer tanto? Sí, de algo.

¿Es necesario leer tanto? No, ni cerca. Lo único que logré fue hacerme un lío bárbaro en el que se me mezclan autores, títulos, contenidos, épocas… Y como en la anárquica organización de mi biblioteca, cada vez que debo buscar un libro (o una cita en mi mente) me pierdo en la confusión del caos. Claro que, al buscar un libro en la confusión caótica, suelo encontrarme con aquel que no recuerdo haber leído, y lo empiezo a leer una vez más. Y al buscar un recuerdo, me pierdo en los intrincados laberintos de la memoria, en los límites de la memoria y el olvido, en los habrá sido o me parece.

Dice Umberto Eco en su libro “Nadie acabará con los libros” (Diálogos con Jean-Claude Carrière. Edit. Lumen) “A los que vienen a mi casa por primera vez, descubren mi biblioteca y no encuentran nada mejor que preguntarme ‘¿Los has leído todos?’, tengo diferentes maneras de responder. Un amigo mío contestaba ‘Aún más, señor, aún más’. Por mi parte, tengo dos respuestas; la primera es: ‘No, estos libros son los que tengo que leer la semana que viene. Los que ya he leído están en la universidad’. La segunda respuesta es: ‘No he leído ninguno de estos libros. Sino ¿para qué los tendría?’. Obviamente, hay otras respuestas, más polémicas, para humillar más al interlocutor y frustrarlo.”

Cité a Eco, porque me resultó cómico encontrar cómo, salvando las distancias, los que tenemos muchos libros en la biblioteca somos vistos como bichos raros, sapos de otro pozo, sujetos de análisis de los lelos.
Es habitual que la gente me pregunte cómo comenzar una biblioteca, cuáles deberían ser los libros básicos. Hace años que respondo lo mismo: “El príncipe, de Maquiavelo; Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam; Utopía, de Tomas Moro y La Biblia.”

No sé si estoy realmente convencido de que estos sean los libros fundamentales o si lo hago por comodidad. ¡Es tan difícil elegir y sugerir! Cada vez que quiero extender la lista, me agobio, me domina una suerte de saturación mental, se me arraciman autores, títulos, vivencias…

Los libros son para mí mucho más que papeles impresos.

Mi primera biblioteca la heredé de mi padre y la fui ampliando con aquellos libros de infancia y adolescencia, con muchos de la Editorial Tor, la Colección Robin Hood, Salgari, D’Amici, Horacio Quiroga, Sarmiento… Me la quemaron en 1976 cuando, asustada por cómo llevaban, sin motivo y sin destino, a muchos amigos y amigas con la simple excusa de que “tenían libros subversivos”, mi madre, sin saber diferenciar a justos de pecadores, decidió quemar todos, reeditando lo de Arnaud-Amaury y los albigenses[i]. Eran algo más de 3.700 libros.

Pocos años después, aún durante la dictadura militar de la Argentina (1976-1983), volví a armar una nueva biblioteca. Esta vez, más modesta y con título “molestos” encubiertos (Compraba libros de cocina, de religión, de manualidades… y usaba sus sobreportadas para disfrazar algunos títulos “sospechosos”). Un romance frustrado y una mujer despechada y vengativa, hicieron que mis libros fuesen “la semilla” de una librería de usados. Otra biblioteca perdida.

Una nueva pareja con una bibliófila, me llevó a unir vidas y bibliotecas. Al separarnos, fue muy difícil diferenciar “los míos, los tuyos y los nuestros”. Había sido una relación larga, habíamos comprado muchos libros… otro adiós doloroso. Aún recuerdo títulos que jamás podré reponer.

Hoy, aunque para muchos sea una biblioteca importante, la que tengo es, para mí, una biblioteca modesta. Quizás con algo más de 2.000 volúmenes. Ya ni los cuento. Ni los ordeno. Como ya dijera, conviven en armónica anarquía invitándome al juego de buscar azarosamente cada vez que necesito una referencia.

No sé cuál será el futuro soporte de los libros. Probablemente, llegue a ser un lujo tener libros en papel. Quizás se imponga el e-book o algún remedo de archivo sempiterno, sujeto a la moda tecnológica y condenándonos a la dependencia de algún artefacto para su lectura. ¡Pensar que el libro es una máquina perfecta. No necesita más energía que nuestra mirada para encenderse y nuestra imaginación para desarrollarse!

Sea como fuere, siempre tendremos un libro de papel a mano, luchando denodadamente por sobrevivir a cualquier futuro Farenheit 451[ii].




[i] Béziers, ciudad considerada en el siglo XIII como hereje al estar habitada por numerosos cátaros, fue asediada por el legado papal Arnaud-Amaury, Abad de Cîteaux y cabeza de la orden cisterciense. Tras un breve sitio, los cruzados pudieron tomar las murallas de la ciudad y acceder a su interior, conquistándola. Según Cesáreo de Heisterbach, que escribió más de 50 años después de los hechos, el jefe cruzado Arnaud-Amaury ordenó a sus soldados masacrar a todos los cátaros; cuando los oficiales preguntaron cómo diferenciar a los católicos de los herejes cátaros, el legado papal contestó: "Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos" y toda la población de la pequeña ciudad fue asesinada sin ningún tipo de distinción ni consideración.
[ii] Fahrenheit 451 es el título de una novela distópica publicada en 1953, cuyo autor es Ray Bradbury. El término "Fahrenheit 451" hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde (equivale a 233º C). La historia fue llevada al cine en 1966 por François Truffaut.

1 comentario:

Norma Flores Allende dijo...

Uy, yo también tuve una historia de amor agridulce con los libros (físicos, aclaro). Te comentaré personalmente mi historia, sólo que yo también como vos, nadé a contracorriente, y, entre parientes neuróticos-psicóticos, mudanzas frecuentes, tiempos de vacas flacas y embates de la naturaleza, fueron muchos los "casualties". Aún sufren algunos pobres libros míos, por eso es que quiero hacer la transición digital completa -comprarme un ereader decente- mientras no pueda proveerles un hogar digno a mis libros físicos. Pero igual, coincido contigo en que los libros de papel son irreemplazables en muchos detalles. Y agradezco haberme inculcado a mí misma (porque nadie lo hizo) el valorar un libro por encima de unos jeans. Besos.