jueves, 12 de septiembre de 2013

LA CORRUPCIÓN Y LA IMPUNIDAD.

Tal como ocurre con el tema de los Derechos Humanos, la gente suele confundir la cosa individual con la cosa del estado.
Los seres humanos, imperfectos por naturaleza, somos, todos, corruptibles. En la versión más mercantilista de la cosas, todo hombre (y mujer ¡desde luego!) tiene su precio. La diferencia es la moneda de pago. Para unos será el dinero contante y sonante; para otros, la fama; para otros, los halagos de una mujer (o a la inversa, o todo lo contrario, o como sea). Lo que pareciera cierto es que todos, o casi todos, somos corruptos en potencia. Esa es una cuestión individual. Pero la impunidad, no.
La impunidad es un concepto social. Ya no es la persona quien se declara impune, sino la sociedad la que consiente que así sea. Y cuando digo sociedad, en este caso, me refiero al Estado, especialmente. Porque si bien la sociedad (vos, yo, el vecino…) puede condenar al oprobio a un corrupto, al corrupto no le hace mella. Por eso es corrupto. Pero si el estado lo condena, si le quita lo que obtuvo por la vía de la corrupción, si lo sanciona con la cárcel, si le hace saber que no lo ampara, se acaba la impunidad.
Etimológicamente, impunidad deriva del latín impunitas, impunitatis (libertad absoluta, desenfreno, exceso que no recibe freno o castigo alguno). De allí que impunis se refiere a quien queda sin castigo, indemne.
Y si alguien sabe que haga lo que haga no tendrá ningún castigo por ello, hará lo que quiera, sin medir el daño que provoque.
Y ese es el gran problema. Además, comienza desde niños y en la casa. Si no hay educación para conocer los riesgos, si no hay límites para evitarlos, si se transgreden los límites y no hay sanción, es muy fácil (¡facilísimo!) convertirse en un corrupto. Máxime cuando a nadie le importa de dónde salió el dinero que ostentan y una pléyade de cepilleros que rapiñan las sobras, pulula en torno rindiendo honores al deshonor. La solución para la corrupción, es la educación. Para la impunidad, la justicia.

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